Pensar el pez. Obāchan y Memoria oculta | Reseña por Paola Ramírez Reséndiz

Pensar el pez. Obāchan y Memoria oculta 

Por Paola Ramírez Reséndiz (P.)

Fotograma extraído de Memoria oculta, de Eva Villaseñor.

La memoria, ese pez escurridizo, existe no para ser atrapado, sino para que lo pensemos con sus escamas tiernas, llenas de sombras, residuos, cicatrices y texturas por las que se respira sujeto buscando predicado; su constitución, su nombre, su hueco.  

Probablemente algunas de las escamas más variadas de formas, colores, estrías rememorativas y grosor pertenezcan a México, a sus historias, a sus ficciones. Si hilo esta premisa hacia lo audiovisual, encuentro dos obras cinematográficas que se deslizan por las aguas de la memoria desde distintos lugares: Obāchan (2020) y Memoria oculta (2014).


La búsqueda, la pérdida, la constante no corporal. Los dos son ejercicios personales que se buscan en esos terrenos de la mente tan de corriente marina que te arrastra o te expele. 

Obāchan, un cortometraje de Nicolasa Ruíz, intenta reconstruir el pasado de su abuela yendo hacia atrás en su historia, con ella en el presente. Su Obāchan salió de Kumamoto para llegar a México el mismo año del ataque a Pearl Harbor. «¿Qué necesito decir que no estoy diciendo, Obāchan?». Tenemos lo literario-filosófico-cinematográfico: la pregunta. Una de las respuestas es el camino que traza su abuela a lo largo de quince minutos y cómo este se llena de distintos modos de contarlo: found footage, anime, fotografías y fondos negros con intertítulos que preguntan y parecen cartas de una generación a otra, de una rama a otra del árbol familiar. 

«Amor, amor…no». La voz en off de Foyuko Kigota recorre el mapa de su vida vía marítima con esa declaración fuerte, sincera, que parece transportarla al Japón de 1941. Registros audiovisuales del pasado se funden con el presente, el de su nieta, el de nosotros. Nicolasa contrasta distintos lenguajes audiovisuales que de pronto parecen querer perdernos. ¿No se trata de eso el recordar? Sí, puede ser; aquí ahora y ya no más. Esos saltos que van del matrimonio de Obāchan a sus hijos y de estos a la visita que hace Ruíz al lugar que vio nacer a su abuela mecen un episodio de su niñez que tiene que ver con la fe. ¿Pero quién es, entonces, quién está recordando? Ambas. La historia de una no puede pensarse sin la de la otra. Quizá por eso la directora acudió a Kigota: para afirmarse como su nieta, para estar cerca de ella, desde ese otro lugar etéreo al que intenta llegar. A medio camino se revela el dispositivo por el que toma cauce este cortometraje: «Trabajo con fragmentos de una memoria que no me pertenece». 


Y volvemos, cable a tierra, para leer una carta que se va escribiendo en la pantalla. La envía la hermana menor de Foyuko, poniéndola al tanto del mundo que se abre ante dos personas cuando han pasado ya siete años sin ningún tipo de comunicación entre ellas. Y otra carta: un «necesito volver a mis recuerdos» que apareció minutos antes, parece ser la postdata prematura que le deja Nicolasa a su Obāchan desde la imagen mientras en los últimos segundos del cortometraje la tiene en su regazo cuando era pequeña.


Buscarse en la memoria. Hacerse sujeto. Sí, pero no siempre es fácil… A veces la corriente te expulsa y duele. Eso me lleva a Memoria oculta, de Eva Villaseñor. 

Tomo prestado de Chéjov lo siguiente: «El agua corría no se sabía hacia dónde ni para qué. Del mismo modo corría en mayo; el riachuelo, en el mes de mayo, había desembocado en un río caudaloso, y el río en el mar; después se había evaporado, se había convertido en lluvia, y quién sabe si aquella misma agua no era la que en este momento corría otra vez ante los ojos de Riabóvich…». 

Sigue nuestra metáfora porque como una vez le escuché decir al buen Prax, «a veces eso es lo único que tenemos». 

¿Por qué Chéjov? Porque en su escritura supo capturar instantes emocionales que estaban a punto de romperse («El beso», «La tristeza», «La colección», «Una apuesta» y tantos más). Y porque Eva estaba leyéndolo antes de que perdiera la memoria de todo un fragmento de su vida mientras estudiaba en el CCC. Hay un punto de encuentro entre ambos (y probablemente también puedan unírseles los positivistas lógicos, otra de las lecturas mencionadas en el largometraje).


El —y a falta de categoría para designar el género al que podríamos decir que pertenece— documental, que es otro ejercicio muy personal, consiste en tres entrevistas que la directora realiza a Fernanda Valadez (otra gran cineasta que fue su compañera de generación), a su madre y a su hermano, con la intención de que esas figuras externas importantes en su vida puedan ayudarle a reconstruir un momento de su mundo interior del que pareció perder pista debido a una «crisis emocional» según la sinopsis, y a un posible brote psicótico según un especialista que la atendió. 


La puesta en cámara —y como sucede con la obra de Eva— es narrativa. Cada detalle es pensado a través de la historia y de los personajes que antes de convertirse en tales, son personas dentro del encuadre. Primero vemos a Fernanda hablando desde una esquina que es el centro del cuadro; a su madre en una sala que parece hacerse cada vez más pequeña; y la figura de su hermano a contraluz. Entre la directora y las primeras dos se interpone una mesa; una pared con un orificio circular la separa de Miguel. 

La entrevista a Valadez sucede primero. Nunca escuchamos las preguntas ni la voz de Villaseñor. La entrevistada, como cineasta, conoce desde dónde quiere contarse la historia. Incluso finge una claqueta con sus manos y mira a la cámara como si fuese a ese ojo vertovniano a quien se dirige. Cuenta lo que recuerda (desde ciertos eventos en clase hasta las estancias clínicas). Pero lo que más llamó mi atención fue que mencionara los dibujos y lecturas de Eva por ese entonces. Entre ellas se encontraba nuestro ruso mencionado anteriormente y los positivistas lógicos, sobre todo Carnap. Fernanda tenía la sensación de que su amiga estaba «atrapada» en su «universo del lenguaje». Dentro de ese momento lleno de sombras y vacíos, Eva seguía teniendo cierta «coherencia» con lo que leía. Quizá era una de las pocas certezas que tenía ante un escenario tan doloroso como lo es la ruptura, aunque momentánea, con la realidad. Su sistema de constitución carnapiano se le estaba viniendo abajo, pero ella, aún ante la pérdida de memoria, seguía teniendo dos barcos de papel navegando por esas aguas turbulentas: los libros y el cine. Esas son las preposiciones que dentro y fuera de la lógica le permitieron articularse en ese momento de su vida que reconstruye a través de Memoria oculta. Y lo refuerza al final cuando vemos una serie de fotografías y videos (en su mayoría acuáticos; el sumergirse, el origen, el descender) que la directora tomó durante ese periodo de su vida que está recuperando. 


Después sigue la entrevista a su hermano que es más una especie de conversación/confrontación. No distinguimos a Miguel. Eso tiene que ver con la historia misma. Aunque su rostro no se nos desvela, sí notamos la transparencia de su persona. Ya no es una directora con otra directora, es un hermano platicando con su hermana. Él no sólo habla del momento del que va el documental, sino de lo que conoce de Eva. Y tal es la naturalidad que se retira antes de que se indique el corte porque esto va más allá de lo audiovisual.


Por último tenemos el testimonio de la madre que interpela a su hija con un «¿sí te acuerdas?» que junto al «te quiero un chingo» de su hermano y la sinceridad anterior de Fernanda diciendo «creo que sobre todo había mucho dolor, Eva» conjugan los tres momentos en los que conocemos que hay alguien detrás (quizá al lado) de la cámara que quiere conocer lo que hay de oculto en su no recordar. 


Memoria oculta, después de la intimidad con el Otro, cierra con su propia intimidad (la de Eva). Es el momento en el que ella se reencuentra con su yo que creía perdido a través de un autorretrato que consiste en su sombra sumada a la exploración de una de sus manos delineando su silueta, sintiéndose en la pared. La memoria proyectada, gracias a la luz que entra por el espacio, se palpa y se une con la corporeidad de un presente que como la sombra, se mueve. Es la reconexión con una realidad que sabe suya a través del tacto. Es un «aquí estás» llegando al «aquí estoy». Probablemente otra carta, como la de Obāchan, que se entrega a la memoria, por escurridiza que se muestre siempre.

Y por eso ahí está —y estará siempre— el cine y la literatura para pensar el trazo del pez. 

Arte7 Cine